El propósito de la chatarra

1 septiembre, 2014 | : Aditivos, Salud nutricional

AlimentosProcesados3• Los alimentos diseñados científica y tecnológicamente para ser consumidos de más, apoyados por las estrategias comerciales y publicitarias multimillonarias, se han venido imponiendo en todo el mundo.

• La lógica del mercado de los alimentos ultraprocesados -producir a menor costo y vender más- sustituye a la preparación tradicional de alimentos.
 

1 septiembre 2014. Los alimentos y bebidas a los que comúnmente llamamos “chatarra” y que encontramos en las tiendas de conveniencia y los supermercados de todo el mundo, son productos que han sido diseñados con la finalidad de lograr la mayor ganancia. ¿Y esto cómo se logra? Aumentando la palatabilidad del producto, que guste lo más que se pueda al consumidor. Para ello, los ingenieros de alimentos de Kraft, Unilever, Kellog´s, Nestlé, Pepsico, Coca-Cola y demás compañías, cuentan con un arsenal de alrededor de 100 mil aditivos en alimentos.

Con este fin, una parte importante de la investigación de la industria química se ha dirigido, desde finales de la segunda guerra mundial, al desarrollo de saborizantes, colorantes, antioxidantes, espesantes, estabilizadores, conservadores y todo tipo de aditivos destinados a aumentar el gusto de los productos y su vida en anaquel. La gran mayoría de estos productos no contienen ningún valor nutritivo y su objetivo es sólo generar una apariencia, un sabor, una sensación, “alimentar nuestras ilusiones”.

El mayor ejemplo está en los productos dirigidos a niños en que los colores y los sabores son artificiales, es decir, el niño es atraído al alimento a través de un color diseñado, no natural al producto, al tiempo que el sabor que experimenta es también el producto de un cuidadoso diseño ingenieril que nada tiene que ver con el sabor de un producto natural. El objetivo de fondo de las grandes corporaciones es enganchar al consumidor para vender más y para ello debe lograr que el consumidor consuma más su producto, y qué mejor que sea desde pequeño.

La lógica del mercado de los alimentos ultraprocesados -producir a menor costo y vender más- sustituye a la preparación tradicional de los alimentos que a lo largo de la historia de la humanidad se dirigía a alimentar a la familia y la comunidad en base a las tradiciones culinarias sustentadas en la cultura agrícola de la región. En el hogar o la comunidad en ningún momento se buscaba que se comiera de más y que el valor de las materias primas fuera menor para incrementar las ganancias.

Podemos decir que en 60 a 70 años las diversas culturas alimentarias han sido devoradas por el dominio de la llamada alimentación occidental, por los productos ultraprocesados introducidos por un puñado de empresas en todo el orbe. Los alimentos diseñados científica y tecnológicamente para ser consumidos de más, apoyados por las estrategias comerciales y publicitarias multimillonarias, se han venido imponiendo en todos los rincones del planeta, sustituyendo y desplazando el consumo de frutas, verduras, granos enteros y platillos tradicionales elaborados con ellos.

En los sectores sociales de bajos ingresos de México, el consumo del frijol, clasificado como uno de los alimentos más nutritivos en el mundo, ha caído dramáticamente, siendo sustituido por productos como las sopas Maruchan. Para muchas familias el frijol es de pobres y la sopa Maruchan representa una forma de pertenencia al mundo que ofrece la publicidad, la televisión, y del cual están excluidos. El consumo de chatarra aparece como una forma de acercamiento al mundo de la publicidad y la televisión: la salud es la víctima de este proceso.

El diseño de los alimentos y las bebidas por parte de la gran industria pasó de la prueba y el error ante grupos de consumidores, evaluando que tanto se aceptaban o no, a una tecnología muy sofisticada que va desde medir las reacciones cerebrales de los consumidores y las descargas de dopamina (hormona del placer), hasta las reacciones más sutiles de los niños a la publicidad del producto. El neuromarketing ha venido a sumarse a los estudios del comportamiento y gustos de los niños, a su reacción a los colores, a los sabores, a los estímulos, tanto de la composición del producto como de su publicidad. El objetivo es lograr que el producto se vuelva irresistible, eso garantizaría el éxito del equipo formado por un lado por los ingenieros de alimentos y, por el otro, por los publicistas.

David Kessler, quien dirigió durante las administraciones de Bush y Clinton la Food and Drug Administation, inicia su libro The end of overeating narrando cómo no podía resistirse a comer las galletas un paquete de galletas, cómo no podía detenerse. Tratando de responder a esta situación, en su libro presenta algunos de los primeros estudios que reconocen la adicción a los alimentos con alto contenido de azúcar, grasas y/o sal. Posteriormente, el libro Food and Adiction, editado por el doctor Kelly Brownell y el doctor Mark S. Gold, presenta una larga lista de estudios que demuestran la adicción a estos productos, una adicción que las grandes empresas ya conocen desde tiempo atrás y utilizan para el diseño de sus productos.

En la lógica de las grandes corporaciones de alimentos y bebidas, establecida por la guerra en los mercados y la necesidad de incrementar ventas y ganancias cada trimestre, la salud ha quedado relegada. Se añaden vitaminas y minerales a los productos para argumentar que alimentan y las empresas que utilizan lácteos como materia prima exageran sus beneficios, ocultando en ambos casos la cantidad de azúcar, grasas y sal, así como los colorantes y saborizantes artificiales añadidos al producto. Es así que Danone se sorprende cuando enlistamos el Danonino bebible entre la comida chatarra, un producto que tiene tres cucharadas cafeteras de azúcar en una botellita de tan sólo 170 gramos. Argumenta Danone que tiene calcio, respondemos que este producto tiene menos del biodisponible para el organismo que el contenido en una tortilla de maíz y que las tres cucharadas cafeteras de azúcar que contiene alcanzan el 100% del máximo tolerable de este ingrediente para un niño de acuerdo a las recomendaciones de la Asociación Americana del Corazón.

Otro buen ejemplo son los cereales, hay que recordar que los cereales integrales, y todo cereal debería ser integral para llamarse así, han sido la base del desarrollo de las grandes civilizaciones. El “cereal” más comercializado en México para los niños, al que no deberíamos llamar cereal, son las Zucaritas. Este producto ha sustituido el consumo de cereales integrales como la avena y el amaranto. 40% de su peso es azúcar y el resto es harina refinada, además de una importante cantidad de sodio añadida, Su composición es similar a la de las galletas dulces. ¿Les daría de desayunar a sus hijos galletas? La pobre composición de las Zucaritas trata de ocultarse con la adición de vitaminas y minerales. Por su alto contenido de azúcar y su combinación con el sodio, las Zucaritas tienen un alto potencial para generar descargas de dopamina, sus compuestos permiten que sean atractivamente crujientes, su publicidad hace suponer a los padres que se trata de una opción saludable por las vitaminas y minerales que contiene, el Tigre Toño engaña bien a los niños haciéndoles suponer que el consumo del producto los hace grandes y fuertes, “con garra”. Frente al diseño realizado por los ingenieros de alimentos de Kellog´s, frente a la comercialización y penetración del producto en cientos de miles de puntos de venta en el país y frente a la publicidad multimillonaria de este producto que penetra y vuelve al Tigre Toño, entre los niños mexicanos, un personaje más reconocido que cualquier héroe de la historia del país: frente a toda esa estrategia nada tienen que hacer la avena y el amaranto. Los mismo ocurre por ejemplo con el frijol, con los quelites, con los platillos tradicionales: no cuentan con la maquinaria publicitaria para volverlos atractivos. El Estado mexicano, a diferencia del francés, italiano o japonés, no ha tenido ninguna política de apoyo a la producción y la revalorización de los alimentos básicos de la dieta tradicional mesoamericana, tan rica como la mediterránea o japonesa, la alimentación se ha dejado a las manos del mercado.

Este tipo de productos ultraprocesados y su dieta alta en azúcares, grasas y sal, se ha extendido a todos los rincones del planeta. En este proceso de poco más de 50 años se han deteriorado los hábitos alimentarios de la población humana provocando una epidemia global de sobrepeso, obesidad y diabetes que no había ocurrido antes en la historia de la humanidad.

La doctora Margaret Chan, secretaria general de la Organización Mundial de la Salud, opinó recientemente al respecto: “Debido a la presión del agresivo mercado de la industria sobre los países de todo el mundo, las personas cambian de una dieta tradicionalmente saludable a una dieta occidentalizada, con su fuerte dependencia de alimentos altamente procesados. Estos alimentos son ricos en grasa, azúcar y sal, pero bajos en nutrientes esenciales. Son además económicos y convenientes, con su prolongado tiempo de conservación y un sabor casi irresistible… Como resultado, la comida chatarra se está convirtiendo en el nuevo alimento básico mundial”.

El fin o propósito de la chatarra es tener mayor vida en el anaquel, venderse más, consumirse más y con ingredientes más baratos. Su fin se ha logrado, la chatarra domina gran parte de la dieta, en nuestro país una parte muy importante. Los resultados están ahí. Los costos son muy altos, insostenibles. Parte de las políticas que deben implementarse para combatir esta epidemia se están estableciendo en México (medidas fiscales; protección del entorno de los niños, escuelas y publicidad; etiquetados más útiles en los alimentos) y faltan otras que son básicas: apoyo a los pequeños y medianos productores, fortaleciendo los mercados locales y regionales; intervenir como un comprador y distribuidos más en el mercado para regular a los monopolios y los intermediarios especuladores; impulsar políticas de disposición y acceso a alimentos del campo, así como campañas de revalorización de nuestros alimentos tradicionales.

Desgraciadamente falta mucho por hacer y no se ve la voluntad de impulsar una política de fondo. Las regulaciones propuestas a la publicidad dirigida a la infancia, al etiquetado y un sello distintivo se han elaborado a partir de criterios desarrollados por las propias empresas. La propia Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) tiene el descaro de reconocer que estos criterios se han tomado del pledge europeo haciendo pensar que se trata de criterios desarrollados por los gobiernos europeos cuando fueron elaborados por la propia industria (www.eu-pledge.eu > ir). La efectividad de las medidas queda en entredicho, a medio camino, y sabemos que las regulaciones a medias no tienen efecto. Etiquetados frontales obligatorios que no entienden los consumidores mexicanos; sellos nutrimentales para promover el consumo bebidas y alimentos altos en calorías, algunos de ellos gravados con un impuesto por contribuir a al sobrepeso y la obesidad; y regulaciones a la publicidad de alimentos y bebidas dirigida a los niños extremadamente laxas, realizadas con los criterios desarrollados por las mismas empresas a las que se pretende regular.

Como lo señala la doctora Chan en relación a las medidas que hay que desarrollar para prevenir esta epidemia: “La prevención es tan difícil porque los poderosos intereses económicos manejan la globalización de estilos de vida no saludables. El dinero habla, ¿no es así? El poder económico se traduce fácilmente en poder político. Los argumentos económicos ganan en muchos casos en demasiados países”. Y esto es lo que pasó en Cofepris, quien habló fue el poder económico, quien determinó los criterios fueron las empresas; los institutos de nutrición y salud pública, y la academia nacional de medicina, simplemente, nunca fueron consultados.

Veremos como Cofepris multa a un grupo de empresas por publicitar comida chatarra en los horarios regulados de tv y las películas para niños, como un acto de autoridad frente a estas empresas. Sin embargo, lo importante es evaluar qué es lo que se permite siga siendo publicitado, evaluar la fortaleza o debilidad de la regulación. Lo que sabemos es que las regulaciones débiles, a medias, no tienen efecto, en muchos casos son similares a su inexistencia. Esto es lo primordial, más allá de las formas y apariencias.

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Artículo de Alejandro Calvillo, director de El Poder del Consumidor, publicado originalmente en SinEmbargo.mx > ir

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